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Por Rely Pellicer, doctor en Ciencias Exactas, académico de la Facultad de Ingeniería y Ciencias de la Universidad Adolfo Ibáñez
El 14 de marzo fue un día ajetreado para todos los que trabajamos en la academia. OpenAI, compañía fundada, entre otros por Elon Musk y asociada de Microsoft, lanzaba su última versión del chat conversacional GPT-4. El mismo día, Google difundía un video sobre las nuevas funcionalidades que su propia inteligencia artificial hacía posible en el ambiente Workspace. Todos estábamos ansiosos por ver los nuevos avances, la incorporación de interacciones multimodales (texto, voz, imagen, video), descubrir las integraciones entre correo, hojas de cálculo y editores de presentaciones que se anunciaron. Conozco a varios colegas que estuvieron hasta tarde «conversando» con el computador.
Tres días antes, el filósofo español Daniel Innerarity publicaba en el diario La Vanguardia una columna de opinión sobre los desafíos y temores que surgen en torno al desarrollo de la inteligencia artificial generativa. Al mismo tiempo que alababa las nuevas capacidades de estas tecnologías, como la de emular el lenguaje y la creatividad humanas, llamaba la atención sobre sus imprecisiones y límites insuperables. «Una inteligencia no lo será realmente mientras no se haga cargo comprensivamente del mundo y sea capaz de generar novedad», sostenía Innerarity.
La inteligencia artificial se ha convertido en una herramienta fundamental en diversos campos profesionales. En los negocios, Google AI ha permitido a las empresas analizar grandes cantidades de datos para obtener información valiosa sobre el comportamiento del consumidor y así tomar decisiones estratégicas informadas. En programación, GPT-4 ha demostrado ser una herramienta útil en la generación de código y en la resolución de problemas complejos. En medicina, IBM Watson ha sido utilizado para mejorar el diagnóstico y el tratamiento de enfermedades, mediante el análisis de grandes cantidades de información médica. Por último, en el campo del derecho, Lex Machina ha permitido a los abogados y jueces acceder a información valiosa sobre casos anteriores para ayudar en la toma de decisiones.
En el ámbito de la educación han surgido numerosas voces de alerta sobre los efectos que la irrupción y popularización de estas aplicaciones tendrán sobre la formación universitaria de ciertas profesiones. Que ya no se podrá confiar en la autoría de los ensayos, que estos programas resuelven todos los ejercicios matemáticos por sí solos, que habrá que cambiar todos los sistemas de evaluación, incluso, que los estudiantes se volverán ineptos y carentes de razonamiento crítico.
Más que asustarnos, resistirnos o despreciar estos avances, prefiero la actitud de incorporarlos de inmediato al ámbito de la formación y la investigación universitarias (como ya se viene haciendo). Construir nuevas instancias de aprendizaje para las diferentes carreras que incorporen aplicaciones de IA: generación de código asistido por GPT-4, resolución de casos clínicos usando Watson o revisión de jurisprudencia de casos judiciales a través de Lex Machina.
Las ganancias de productividad que se alcanzan incorporando estas tecnologías son altísimas y un país como el nuestro no se puede dar el lujo de despreciar estas oportunidades. Incluso, podríamos liderar la región en la incorporación de la IA a los procesos de gestión y productivos, gracias a las condiciones de infraestructura y capital humano que tengamos y que sigamos desarrollando.
Por nuestra parte, lo que corresponde es formar profesionales que combinen la capacidad de utilizar todas las herramientas tecnológicas disponibles, con un alto nivel de pensamiento crítico que las ponga a disposición de la sociedad y en su beneficio. Seres humanos altamente tecnologizados y profundamente creativos que se hagan cargo del mundo y sean novedosos, como decía el filósofo.
PD: Si no se dio cuenta, el tercer párrafo de esta columna fue generado íntegramente por el chat GPT-4, con sólo hacerle un par de requerimientos puntuales.